A Juan Emilio Ríos
Salgo de mi cuarto y veo en medio del salón un charquito. Pipo se ha orinado. No ha podido aguantar. No puede salir a la calle para hacerlo pero, así y todo, ha manchado lo menos posible. No ha llenado la pared, ni las patas de las sillas ni de la mesa, ni las enaguas de la mesa camilla, ni el sofá.
El otro día, estuvo toda la tarde queriéndonos decir algo. Nosotros decimos que está llorando: es como un gruñido muy suavecito con el que incluso nos parece que imita nuestra entonación al hablar. De buenas a primeras se bajó del sofá y dejó de llorar: vimos que había otro charquito en medio del salón.
Cuando está con la barriga mala y no puede aguantar, él nos lo dice. Su forma de decirlo es sentarse junto a la puerta de salida del piso y empezar con su “llanto". Entonces lo bajo rápidamente para que no ensucie la casa.
Si le sucede algo de esto yo no lo castigo ni le riño. El sabe perfectamente que sus necesidades debe hacerlas en la calle y no en casa. Si lo hace mal es porque no puede aguantar. Pipo está enfermo, y tiene trece años. Por eso le suceden estas cosas.
La última vez que lo llevamos al veterinario, tuvimos que esperar bastante en la sala de espera. Escuchamos dentro de la consulta dos o tres ladridos lastimeros y al poco rato salió una pareja de sesenta y tantos años: la mujer lloraba. Nos tocaba entrar a nosotros pero antes de que lo hiciéramos, la ayudante se llevó disimuladamente un saco pesado a otra estancia. Habían sacrificado al perro que iba antes que el nuestro.
A Pipo le tomaron la tensión, le hicieron radiografías, ecografía, ecocardiograma, análisis de sangre y de orina, lo auscultaron: tenía insuficiencia renal, inflamación en el hígado e intestinos, la tensión alta y un soplo en el corazón. Le mandaron un tratamiento de cuatro medicamentos y una dieta y, la verdad, le va muy bien. Ha adelgazado y está mucho más ágil: ha rejuvenecido.
No quiero ni pensar que un día tenga que llevar a Pipo al veterinario para sacrificarlo. Me horroriza y me da muchísima pena. No sé si seré capaz de decidir quitarle la vida para que deje de sufrir. Es uno más; no entiende de especies distintas. Para él somos todos iguales (también para mí); nosotros somos su familia. No podría dejarlo morir solo entre extraños. Tendría que acompañarlo, acariciarlo y mirarle a los ojos mientras que le ponen la inyección. Y contemplar cómo su alma (su ánima) se va.
Es muy triste, lo sé, pero me ha dado y me sigue dando tanto, me ha hecho mejorar tanto como persona, que no me arrepiento de haberle adoptado. Eso sí, no me siento capaz de tener otro perro.
Algeciras, 2 de junio de 2023
© José Manuel Cumplido Galván
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