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martes, 18 de mayo de 2021

Serafín


Un sudor frío me recubre: tiemblo, 

estoy a punto de morir, se tiñe 

pronto mi piel de palidez verdosa 

como la hierba.(1)

 Se te aparece un ángel de oro y rosas al pie de una batea mientras suenan los compases de un tango que te pone los bellos de punta. Sientes una fuerza inusitada, un impulso que te lanza hacia arriba porque ya no pesas. Eres capaz de superarlo todo. Nada te frena. Saltas los obstáculos gracias a tu ingravidez. Te han crecido alas y  vuelas sobre los mortales. Te has convertido en un Arcángel terrenal que puede realizar todos sus deseos.

Al recibir la primera bofetada que te propina la realidad, algunas historias pasadas, se derrumba tu celestial edificio y quieres romper. Ha desaparecido aquel Hada. De golpe se ha caído la ilusión, tu idealización. Pero la idea de perderla es insoportable: estás en la cama y sientes que se mueve; todo te da vueltas, todo se hunde, y eres presa de Demonios que te agarran y tiran de ti hacia abajo. Quieren sacarte de este mundo y arrastrarte a los Infiernos. No puedes más; se te va la cabeza y te invade el pánico. ¿Será esto la muerte? Aunque son las tres de la madrugada, la llamas y le dices que quieres volver, que no puedes vivir sin ella. La conversación telefónica os acerca hasta unir vuestra piel cálida y tersa. Regresa la calma y duermes.

Te despiertas inundado de placer y te derramas en ella, que se encuentra sobre ti a horcajadas. Unidos en un abrazo animal, gozáis la dulce plenitud de las reconciliaciones. Te sientes a salvo de nuevo, y duermes.

Te ha dado un hijo al que habéis puesto por nombre Serafín. Hoy estáis en la consulta del pediatra. Al niño le han salido en la espalda, a la altura de los omóplatos, unos pliegues rugosos. Pareciera que le están naciendo alas.

(1) "Efectos del amor". Fragmento 31. Safo de Lesbos


Condenado a la amistad

 Si me acusas, si me acosas; si me humillas, si repruebas mis actos; si me atacas, si te burlas; si me castigas, si no me otorgas tu perdón; si me odias, yo no puedo vivir.

No soporto la venganza, el rencor ni la hostilidad; que me señales con el dedo o con una pistola. 

La violencia me paraliza: 

Como aquella ocasión en que un fiero energúmeno golpeó salvajemente  a un amigo de juventud en un club nocturno, tras ser sorprendido fortuitamente por éste en plena cópula dentro del baño de chicas. 

U otra vez, en que unos operarios que había contratado y que, en realidad, eran unos impostores que no sabían ningún oficio, perpetraron contra mi vivienda una colosal chapuza; entre otras atrocidades ¡me instalaron la cisterna con agua caliente!: ¡una cisterna de lujo!. Se les daba mucho mejor el hurto, la rapiña. Terminamos muy mal: en la despedida, sus insultos   me hundieron una daga en la espalda que me dejaron "malherido". Aún no me he recuperado  de aquella cruenta agresión.

Recuerdo también la reyerta en San Juan de Aznalfarache, en la parada del autobús de Sevilla, con un grupo de oriundos del pueblo  "defensores" de la "virtud" de sus paisanas o, más bien,  de su posesión sobre ellas; mi amigo Salvador y yo las habíamos conocido en la feria de Sevilla, y habíamos ido ese domingo  a San Juan para visitarlas. Aparecieron allí con el firme propósito de expulsarnos de “su” pueblo y “salvar” a "sus" mujeres. Montados ya en el autobús, oí a uno de ellos que gritaba: - ¡Forasteros! ¡No debisteis cruzar el Guadalquivir!

O aquel atraco a punta de estilete en la oficina bancaria donde trabajaba, llevado a cabo por un joven drogodependiente con síndrome de abstinencia, en el que, afortunadamente, no hubo muertos ni heridos, aunque sí quedó esculpida a fuego en muchos tejidos neuronales una lesión “moral” que costó bastante esfuerzo  cicatrizar.

Mi reacción siempre es la misma: el pánico paraliza mis miembros, y hasta mi aliento; después queda una amargura que me ahoga y tarda años en desaparecer.

No tengo elección, me horroriza habitar en el odio; estoy condenado a la amistad.

(El conflicto relacionado con el cuidado de mamá nos separó. Tal vez no me expliqué, o no supe imponerme a las circunstancias. Creo que no fui tratado con justicia. Tu condena me duele dentro del pecho, como gélido viento, líquido y azul, que  penetrase entre mis costillas. No me perdonas. Te mueres sin regalarme tu absolución, y eso me destruye. En esta ocasión es cuando más he tardado en resucitar.

¡Mamá! ¡Necesito tu bendición!)

© José Manuel Cumplido Galván