Si me acusas, si me acosas; si me humillas, si repruebas mis actos; si me atacas, si te burlas; si me castigas, si no me otorgas tu perdón; si me odias, yo no puedo vivir.
No soporto la venganza, el rencor ni la hostilidad; que me señales con el dedo o con una pistola.
La violencia me paraliza:
Como aquella ocasión en que un fiero energúmeno golpeó salvajemente a un amigo de juventud en un club nocturno, tras ser sorprendido fortuitamente por éste en plena cópula dentro del baño de chicas.
U otra vez, en que unos operarios que había contratado y que, en realidad, eran unos impostores que no sabían ningún oficio, perpetraron contra mi vivienda una colosal chapuza; entre otras atrocidades ¡me instalaron la cisterna con agua caliente!: ¡una cisterna de lujo!. Se les daba mucho mejor el hurto, la rapiña. Terminamos muy mal: en la despedida, sus insultos me hundieron una daga en la espalda que me dejaron "malherido". Aún no me he recuperado de aquella cruenta agresión.
Recuerdo también la reyerta en San Juan de Aznalfarache, en la parada del autobús de Sevilla, con un grupo de oriundos del pueblo "defensores" de la "virtud" de sus paisanas o, más bien, de su posesión sobre ellas; mi amigo Salvador y yo las habíamos conocido en la feria de Sevilla, y habíamos ido ese domingo a San Juan para visitarlas. Aparecieron allí con el firme propósito de expulsarnos de “su” pueblo y “salvar” a "sus" mujeres. Montados ya en el autobús, oí a uno de ellos que gritaba: - ¡Forasteros! ¡No debisteis cruzar el Guadalquivir!
O aquel atraco a punta de estilete en la oficina bancaria donde trabajaba, llevado a cabo por un joven drogodependiente con síndrome de abstinencia, en el que, afortunadamente, no hubo muertos ni heridos, aunque sí quedó esculpida a fuego en muchos tejidos neuronales una lesión “moral” que costó bastante esfuerzo cicatrizar.
Mi reacción siempre es la misma: el pánico paraliza mis miembros, y hasta mi aliento; después queda una amargura que me ahoga y tarda años en desaparecer.
No tengo elección, me horroriza habitar en el odio; estoy condenado a la amistad.
(El conflicto relacionado con el cuidado de mamá nos separó. Tal vez no me expliqué, o no supe imponerme a las circunstancias. Creo que no fui tratado con justicia. Tu condena me duele dentro del pecho, como gélido viento, líquido y azul, que penetrase entre mis costillas. No me perdonas. Te mueres sin regalarme tu absolución, y eso me destruye. En esta ocasión es cuando más he tardado en resucitar.
¡Mamá! ¡Necesito tu bendición!)
© José Manuel Cumplido Galván
Desde dentro, profundo como afortunadamente eres. Sobresaliente.
ResponderEliminar¡Uf! Eres muy valiente.
ResponderEliminarImpacta. Directo al corazón
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