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jueves, 3 de diciembre de 2020

Sin nombre

 Dejas tu casa. Donde han nacido tus tres hijos. El escenario de todas tus luchas, y de todo tu amor. El terreno en el que pones a prueba tu valentía. Comprendes que no puedes vivir sola y solicitas tu ingreso en una residencia, que te parece magnífica. Don Pedro, el médico, Isabel, la psicóloga, Carmen, la trabajadora social, enfermeros, fisioterapeutas, cocineros, limpiadores. Grandísimos profesionales y mejores personas que se afanan en cuidarte.

Te han asignado una habitación con baño para ti sola. Gimnasio, enfermería, jardines... Estás en tu hogar. Algunas de tus compañeras son también amigas. 

Pero hay una auxiliar de clínica que te hace la vida imposible: te roba tus productos de aseo, tus compresas. Te grita que la cama la tienes que hacer tú; pero no puedes, porque casi no ves, y las piernas no te responden. Estás conversando con varios internos en un salón, e irrumpe allí chillando; te acusa de que el chal que llevas puesto, que es regalo de tus hijos, se lo has robado a otra residente. Te acosa. Abusa de su miserable posición de poder frente a tu vulnerabilidad. No cuentas nada porque no quieres preocupar a tu familia. Le estás cogiendo miedo.

Tienes un hijo abogado que sabe lo que ocurre y amenaza a la auxiliar con denunciarla en el juzgado por delitos de acoso y maltrato. Ha sido mano de Santo. Ahora "te ama", te mima. No se le ocurre repetir su depravada conducta. Al menos contigo.

Has esperado a que llegue tu hijo mayor. Es el que reside más lejos y al que menos ves. Hablas con él a diario, pero no es lo mismo hablar que ver, y tocar, y besar. Te da la mano y te sientes íntimamente unida a él. Por eso fluye ese cosquilleo por tus riñones. ¡Te encuentras tan acompañada!

Te vas. Tu hija te espera en el cielo.

©José Manuel Cumplido Galván


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