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lunes, 18 de septiembre de 2023

Ama a los desconocidos

A menudo, cuando salgo a pasear, voy mirando las caras de los desconocidos que pasan a mi vera. Los miro a los ojos y, a veces, sonrío. Algunos me devuelven la sonrisa. Tengo la sensación de que los conociera.  Deseo tocarlos, cogerles una mano y besársela.  En realidad, no hay diferencia con alguien conocido. ¿Qué importa que tú los conozcas o no? ¿Qué importancia tiene esa pequeña relación? ¿Esa insignificante historia, con sus fidelidades y sus traiciones, sus amores y sus odios, sus rencores y sus perdones, sus incertidumbres y sus miedos?  Siento el deseo de hablar con ellos. Me cruzo con una mujer que lleva una pierna escayolada y quiero preguntarle qué le ha ocurrido. A un hombre que va a encender un cigarrillo se lo quitaría de la boca y le aconsejaría que no fume más, que ese negocio ingente de las tabaqueras lo está matando. A una muchacha que me mira al cruzarse conmigo y me conmueve, le diría que es guapísima, que me encanta, que la quiero. Me causa pavor la vulnerabilidad de esa pareja que camina confiada con sus dos hijos pequeños, convencidos de que tienen capacidad para protegerlos. Me encuentro con saharauis, congoleños, egipcios, marroquíes, senegaleses, eritreos, ucranianos, rusos, griegos, croatas, polacos, indios, tailandeses, vietnamitas, chinos, tibetanos, palestinos, afganos, colombianos, ecuatorianos, uruguayos, australianos… Y los conozco a todos.


Esa fue la enseñanza fundamental de Jesús de Nazaret: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a los desconocidos como a tus más allegados familiares y amigos. No hacen falta los mandamientos antiguos: Cuando seamos capaces de comprender que ese hombre que va junto a ti en el autobús es alguien igual que tú, con sus bondades y sus maldades, sus deseos y esperanzas, sus ilusiones y sus miedos, sus pequeñas mentiras y sus grandes verdades, el mundo empezará a ser un poco mejor para todos.


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De vez en cuando, al sacar a mi perrito, me encuentro con un vagabundo que anda por las proximidades de casa. Suele estar sentando en algún banco del pequeño parquecito que hay detrás de mi bloque. Lleva un alza en uno de sus zapatos para compensar su cojera (no me acuerdo de qué pie), la ropa y el pelo sucios, mal olor y la piel quemada por la intemperie. Acostumbra a leer un libro.  No exhibe su litro de cerveza: lo oculta dentro de una bolsa de plástico y no saca la botella ni cuando bebe. Alguna vez he tenido la tentación de acercarme, hablar con él y preguntarle qué le ha ocurrido para encontrarse así, solo y sin cobijo. Pero he sentido miedo y no lo he hecho. Ayer, por vez primera le di las buenas tardes al pasar por su lado: me devolvió el saludo y me pidió que le consiguiera un perro para cuidar de él; y para que le hiciera compañía.


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            Esta mañana he cogido el coche y lo he llevado al taller para que le cambien los dos neumáticos traseros. Me lo recomendó el mecánico que le ha realizado la revisión anual, y he querido cambiarlos antes de que mi hijo lo utilice para ir de viaje al Algarve con su novia. Temía que pudiera tener un reventón en la carretera. Al volver a casa a pie tras dejar mi vehículo, he tropezado con una baldosa que sobresalía de la acera y me he caído al suelo. No he podido aguantar el golpe y me he abierto una brecha profunda en la frente, junto a la ceja izquierda. Sangraba tan abundantemente que me he quitado la camiseta, la cual ha terminado empapada, y me la he puesto sobre la herida para taponarla. He venido andando solo al ambulatorio que está próximo a casa, con el temor de padecer un mareo. Nadie ha acudido a socorrerme. Nadie me ha preguntado si necesitaba ayuda. Nadie me ha acompañado.


Cádiz, 18 de septiembre de 2023


© José Manuel Cumplido Galván